¿Matar la agricultura?

¿Matar la agricultura?

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Para entender lo que está en juego con la legalización de los transgénicos, primero hay que distinguir entre agricultura y agroindustria. La agricultura es lo que los campesinos hacen, a como dé lugar, porque es vital sembrar y cuidar el ciclo completo, vasto y entretejido del crecimiento de los varios cultivos (hermanos entre sí o diversos pero complementarios), en sol o lluvia, limpieza y abono; plantar, cosechar y guardar, que le da sentido a todo lo que se vive, sobre todo si es en familia y en comunidad.

La agroindustria es producir (no sólo alimentos) mediante métodos más y más sofisticados (no necesariamente más eficientes) en grandes extensiones de terreno para cosechar grandes volúmenes y obtener mucha ganancia a toda costa. Pero en el fondo, en obediencia a su ser industrial, se pepertra una violencia, incluso extrema, a todos los procesos naturales, a todos los ciclos vitales implícitos en el cultivo, desde la siembra hasta la cosecha y, ahora con los transgénicos, desde el corazón de la vida que es la semilla. También implica una gran violencia la llamada integración vertical: una enloquecida carrera por agregarle valor económico a los alimentos con más y más procesos —de la tierra acaparada a la semilla certi?cada, al suelo, a su fertilización y desinfección megaquímica, a la mecanización agrícola, al transporte, al lavado, procesamiento, empaque, estibado, almacenado y nuevo transporte (incluso internacional) hasta arribar a mercados, estanquillos, supermercados y comederos públicos.

Esta suma de procesos contribuye al calentamiento que extrema la crisis climática (cerca del 50% de los gases con efecto de invernadero provienen de estos procesos combinados), pero también al sojuzgamiento de todas las personas atrapadas de una u otra forma en ese sistema alimentario transnacional, globalizador, que no resuelve la alimentación de las comunidades ni los barrios pero sí los utiliza para realizar los trabajos más innobles y dañinos de toda la cadena mientras, como campesinos, los encierra en un sistema agropecuario industrial que le va robando futuro a sus labores y vuelve trabajo semiesclavizado lo que antes era tarea creativa, digna y de enormes cuidados. Por eso, producir nuestros alimentos de modo independiente del llamado sistema alimentario mundial es algo profundamente político y subversivo.

Del Renacimiento, por lo menos, cuando se prefiguraron las bases del capitalismo actual, viene la insistencia de privilegiar la producción de grandes volúmenes de alimentos con lógica empresarial y matar la agricultura con sus saberes y prácticas, la vía campesina, porque ésta genera libertad, visión crítica y la posibilidad de luchar contra los sistemas que aprovechan incluso las crisis para sojuzgar y lucrar.

 Primero fue el despojo de grandes extensiones de los territorios ancestrales de los pueblos. Después, quienes sembraban cultivos propios e intercambiaban sus saberes ancestrales fueron expulsados del campo por producir sólo para la comunidad sin entrar al mercado. Y aunque los campesinos siguen sembrando un buen porcentaje de la comida natural que se consume en el mundo, el capitalismo-ciudad insistió en vaciar el campo, sumó obreros en las fábricas y en las empresas agrícolas, saqueó los territorios desocupados e insistió en mecanizar el campo.

Con la Revolución Verde, gobiernos y empresas engancharon a los campesinos a comprar semillas híbridas, que primero rindieron más pero después apenas, con muchos fertilizantes y plaguicidas químicos. Los suelos se erosionaron y se volvieron drogadictos. Al mismo tiempo se le quitaron subsidios al campo.

Comenzó la guerra por el control de las semillas. Como los campesinos las atesoran desde hace milenios, y las comunidades las mantienen, mejoran, comparten y redistribuyen diversificando su fortaleza, las empresas produjeron semillas de diseño, patentadas, minando la fortaleza diversa de las semillas locales. Comenzó a ser muy difícil vivir del campo y la gente vació muchas comunidades y en ocasiones perdió su ser más antiguo: ser sembradores. La Revolución Verde fue un desprecio consciente de la enorme sabiduría que sustenta los cultivos nativos; la imposicíon de formas de cultivo y consumo muy homogéneas que promueven la dependencia total de las industrias destruyendo muchos saberes que cada comunidad tenía para mantener, fortalecer, repartir y compartir semillas.

Después inventaron los transgénicos, para desfigurar los cultivos, agotar las variedades cuidadas por siglos, su riqueza y significado, y promover la dependencia total de las industrias, quitándole a la agricultura todo su sentido vital.

Hoy, los transgénicos (que desfiguran las semillas), la Tecnología Terminator (que sólo se cosecha una vez y sus semillas son estériles), y la tecnología Zombie o Sistemas de Bloqueo y Recuperación de Funciones (cuyas semillas serán estériles si no se les aplica un químico para recuperarle sus funciones reproductoras que vende la compañía), entrañan el control total de las compañías diseñadoras, productoras y patentadoras de semillas, lo que haría dependientes a las comunidades de las empresas que año con año lucrarán con las semillas “autorizadas”.

Las corporaciones quieren matar la agricultura por ejercer un control estrictamente mercantil sobre la producción de los alimentos y sobre quienes los producen, mientras vuelven a vaciar territorios, expulsan mano de obra e incrementan los ejércitos de obreros precarizados. Se trata de un reacomodo empresarial del espacio y un control sin miramientos del esfuerzo humano. Se pretende, llanamente, “erradicar la producción independiente de alimentos”.

Matar la agricultura se ha vuelto una cruzada. En África, las grandes compañías y los famosos hombres de negocios, en particular Bill Gates y Rockefeller, emprenden la Revolución Verde 2.0, y la promocionan como la gran salvación para el hambre del continente con paquetes tecnológicos que lo último que buscan es la autonomía de los campesinos. Además de sustituir la labor de por sí sesgada de muchas ong por el actuar de las grandes empresas, su pose altruista (en realidad una campaña en pos de programas autoritarios de intensificación de cultivos) no nos quita de la cabeza la guerra más terrible de la actualidad —los invisibles 10 millones de muertos en 15 años en la República Democrática del Congo, con el fin de apoderarse de minerales como el coltán, utilizado en componentes electrónicos de computadoras y teléfonos celulares, más el oro y los diamantes de siempre.

Hoy, algunos datos actuales muestran este conflicto antiguo contra la agricultura. Emma Gascó escribía en abril de 2007 sobre los 150 mil suicidios de campesinos en la India: “Aunque también se dan casos de mujeres, los suicidios suelen responder a un patrón similar: un pequeño agricultor, varón, de unos 25 años, que cambió sus cultivos tradicionales por un único cultivo para exportación, por ejemplo, algodón transgénico. El vendedor y las autoridades le aseguraron que sería más resistente a las plagas. Pero este cultivo necesita gran cantidad de agua y pesticidas, para plagas nuevas que el anterior no tenía. Al principio, los bancos le concedían préstamos para estos insumos, ahora ya no, y la única opción son los prestamistas particulares, que le cobran entre un 36% y un 100% de intereses. Si la cosecha va mal o los precios en el mercado internacional fluctúan, la deuda (unos mil 750 euros) se hace impagable y el agricultor decide utilizar el pesticida para suicidarse”.1

Según el informe de la fao, también de 2007 “un porcentaje cada vez mayor de los ingresos de las familias campesinas procede de actividades no agrícolas, como el comercio, los servicios y las remesas enviadas por los migrantes. Sin embargo, las ganancias procedentes de la agricultura continúan siendo uno de los principales medios de subsistencia para el 90% de las familias rurales, en particular las familias pobres”.2 Lo escandaloso del dato es que a quienes redactaron el informe les parezca grave que todavía vivan de la agricultura. En su visión deberían haber desaparecido. Según ellos, “los pobres encuentran dificultades para escapar de su situación, ya que a pesar de los incentivos, su capacidad para emprender actividades más lucrativas es limitada. En Guatemala, por ejemplo, las familias pobres obtienen tan sólo el 18% de sus ingresos de labores no agrícolas y del autoempleo”. Las familias con más ingresos obtienen 50% de ellos de esas otras labores.

Contrasta entonces el dato que daba en 2003 la Procuraduría Agraria mexicana de que casi 70% de las comunidades y ejidos en México que aceptaron por las malas la certificación (un 79.9% de los núcleos agrarios totales) defienden su tenencia colectiva de la tierra —y así pidieron que se les certificara— contra el Procede que buscó fragmentarla y en los hechos privatizarla para facilitar las reglas del acaparamiento de libre comercio. Hay que enfatizar que el restante 20.1% que se negó a la certificación defiende con más radicalidad el uso y custodia común de sus tierras.3

Pese a la presión y el chantaje que ejerció el gobierno para “regularizarla” mediante la titulación, de este universo de propiedad social sólo menos de 0.5% aceptó “la titulación” y menos de 30% de los 101 millones 600 mil hectáreas de la propiedad social se parcelaron, quedando susceptibles de adoptar el dominio pleno, y ser vendidas, rentadas o compradas. Estos datos son de 2003, casi al terminar el programa. Con nuevas sistematizaciones que Ana de Ita publicará pronto, los datos son todavía más flagrantes en este sentido que en 2003.

Según un borrador de discusión del Banco Mundial (de enero de 2010)4 antes de su informe sobre “interés global creciente en tierras de cultivo” (de septiembre de 2010): “[en México] menos de 15% de los ejidos —casi todos situados en tierras periurbanas— han optado por que sus tierras sean totalmente transferibles”. 5

Dicha actitud de las comunidades ha contribuido a la resistencia de un pujante movimiento indígena que en sincronía continental, reivindica la autonomía y sus territorios comunales para ejercerla.

Al ver lo anterior, el Banco Mundial tiene en la mira a México, porque no se disgregó el núcleo de propiedad social, y entonces busca que se fomenten las asociaciones de agricultura por contrato o “proyectos conjuntos”.

Lo real es que el acaparamiento de tierras que ocurre en otros lados no ha ocurrido en México, o más bien lo están preparando y perpetrando en ese norte tan distinto y distante del resto del país, sitio en que, curiosamente, se emprenden las siembras experimentales y piloto de maíces transgénicos en nuestro país.

En resumidas cuentas, los agricultores, puestos a escoger, siguen reivindicando su vida campesina, de sembradores, y la privilegian por encima de las otras muchas actividades de las que podrían obtener ingresos. Y pese a las instituciones que los cercan, y al mismo tiempo los abandonan, pese a los narcocultivadores y traficantes [que según el Tribunal Superior Agrario ya se apoderaron de 30% de la tierra cultivable en México], pese a todo lo que los obliga a migrar, ser campesinos es mucho más que “una condición de la cual querer escapar”.

Sin embargo, un embate contra la agricultura campesina, contra el tejido de los pueblos que la hace posible, contra las semillas ancestrales, en favor de cultivos transgénicos que promueven la agricultura industrial, y contra cualquier estructura legal con la que puedan contar para defenderse, fortalecerá a las corporaciones y al sistema agroalimentario mundial en su conjunto, expulsará a la gente a las ciudades (o al suicidio) y promoverá un acaparamiento de tierras exorbitante, fortaleciendo otra vez a las corporaciones y a las entidades financieras que lo promueven.

 

En este contexto, un informe especial del Fondo de Población de Naciones Unidas (unpfa, por sus siglas en inglés)6: State of World Population 2007: Unleashing the Potential of Urban Growth, dedicado expresamente a la migración a las urbes afirmaba que en 2008, por primera vez en la historia, más de la mitad de la población mundial, 3 mil 300 millones de personas, vivirían en áreas urbanas. Se calculaba que serán 5 mil millones hacia 2030. Entre 2000 y 2030, la población urbana se duplicaría en África y Asia. En el informe se afirma que con la presión inmediata de pobreza, vivienda, ambiente, formas de gobierno y administración, y ante el estallido futuro, es indispensable que las ciudades se planeen de antemano, “buscando reducir la pobreza” y fortalecer “la sustentabilidad”. Que casi todo este nuevo crecimiento surgirá en ciudades medias y pequeñas, por lo que hay que “fortalecer sus potencialidades para crecer, y alertar a gobiernos, sociedad civil y comunidad internacional a contribuir creando un cambio sustancial en las condiciones sociales y ambientales de vida”.

¿Suena previsor? Es por lo menos sospechoso que el informe intente promovernos tres iniciativas con muchas aristas: “Aceptar el derecho de los pobres a vivir en las ciudades, abandonar el intento de desalentar la migración y de evitar el crecimiento urbano; adoptar una visión amplia y de largo plazo para el uso del espacio urbano, lo que significa, entre otras cosas, proporcionar lotes con un mínimo de servicios de vivienda y planear por adelantado cómo promover un uso sustentable del suelo, mirando más allá de los límites de la ciudad para minimizar su ‘secuela ecológica’; y comenzar un esfuerzo internacional concertado para apoyar estrategias para el futuro urbano”.

Si tal es el diagnóstico de los expertos de la onu, es urgente cuestionar públicamente las perspectivas y supuestos que nos orillan a aceptar como irremediable algo que el capitalismo, con toda su voracidad, está provocando. El impulso migratorio es efecto directo del saqueo, el abandono y la devastación de los territorios rurales y del modo de vida campesino a manos de las transnacionales. Eso no lo podemos olvidar.

Pero Thoraya A. Obaid, directora ejecutiva de unpfa, como si nada, nos recomienda: “Debemos abandonar ese esquema mental que resiste la urbanización y actuar ahora para emprender un esfuerzo global concertado que ayude a las ciudades a desatar su potencial, uno que dispare crecimiento económico y resuelva los problemas sociales”.

Lo urgente es iniciar un amplio debate sobre lo que significa el círculo perverso campo-ciudad, sobre los efectos que la devastación del campo produce en las ciudades y cómo, a su vez, el crecimiento urbano creará problemas de sustentabilidad irremontables para campo y ciudad. Y claro, las cifras son alarmantes: “Entre 2000 y 2030, la población urbana de Asia crecerá de mil 360 millones de personas a 2 mil 540 millones, y la de África crecerá de 294 millones a 742 millones. En América Latina y el Caribe pasarán de 394 millones a 609 millones”.

Eso es probable, como lo es el “millón de personas que llega a vivir semanalmente a las ciudades” en África y Asia, según cálculos de unpfa. Pero lo crucial es entender, para cualquier acción futura, que dichas cifras no ocurren de la nada. Son el síntoma más evidente de la muerte programada que el capital pretende asestarle al campesinado y a todas sus estrategias de sobrevivencia, creatividad y dignidad humana. La señora Obaid nos dice alegre o cínica: “los dirigentes deben ser pro-activos y con una mirada de gran alcance explotar plenamente las oportunidades que ofrece la urbanización”. Tal vez debamos insistir que abandonarnos a la urbanización es aceptar el suicidio planetario que ningún planificador parece querer ver. Mientras tanto, más de 2 mil millones de personas, en las familias y comunidades de todo el mundo, siguen guardando su semilla cosechada para volverla a sembrar en el siguiente ciclo desde hace unos diez mil años.

Este libro hace eco de esta milenaria práctica y documenta una resistencia muy concreta que defiende el corazón de la existencia campesina descrita, por lo menos en México: el maíz, su tramado de relaciones, la agricultura campesina que lo hace posible, las semillas como corazón de la humanidad. Para entender esta resistencia, hace falta documentar el ataque que el Estado mexicano junto con las corporaciones han emprendido contra las comunidades campesinas indígenas.

Desde 1992, por lo menos, en México las cámaras de diputados y senadores decidieron abrir un paraguas protector para las grandes empresas (y sus socios en los centros de investigación) mediante legislaciones que extreman la vida de las comunidades indígenas contra quienes estas leyes van dirigidas casi con dedicatoria.

No es el ámbito de este texto detallar cuántas y variadas son las leyes o reformas constitucionales que hacen exactamente lo que planteamos pero sí es vital entender que la aprobación de la Ley Monsanto o Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados (aprobada por la cámara de senadores en abril de 2003, por la de diputados en diciembre de 2004 y publicada en el Diario Oficial de la Federación en marzo de 2005), no sólo santifica la siembra de maíz transgénico sino que impide que alguien, con la ley en la mano, pueda cancelar y prohibir tales siembras.

Se trata de un desmantelamiento general de las herramientas legales con que contaba la población mexicana. El ataque es frontal contra los pueblos campesinos indígenas —justamente quienes podrían, con sus saberes ancestrales y su visión agrícola para cuidar el mundo, abrir el panorama futuro de la alimentación mundial y la crisis climática, por lo menos.

Y no es sólo la “Ley Monsanto”. Son también sus reglamentos y el enorme paquete normativo que incluye una ley de semillas, tan aberrante que pretende barrer con las semillas nativas por no ser homogéneas, y reducir las restantes a unas cuantas variedades que, certificadas, sean el único equipaje (con costo monetario) para tejer una deslavada biodiversidad del maíz nativo, ese vastísimo bien común de la humanidad.

Así, se busca plantar variedades transgénicas en todas las zonas posibles, porque el intento es que las semillas que se siembren en México sean de laboratorio, sean propiedad de un puñado de compañías, cuenten con catálogos de rasgos fijos (algo imposible), estén asociadas a paquetes tecnológicos de agrotóxicos y respondan con las “ventajas” supuestas que las hagan rentables o utilizables por tales compañías, para fines ajenos a la alimentación. Se sembrarán en tierras acaparadas en renta o venta para iniciar una eufémica etapa experimental que tramaron gobiernos, empresas e inversionistas, mientras los intermediarios cobran por convencer a los agricultores socios de que no les tendieron una trampa.

 

Mientras tanto, en México la Red en Defensa del Maíz lleva más de diez años trabajando por abajo con comunidades, organizaciones, proyectos e individuos que, desde muchos ámbitos, entienden con claridad que sólo podrá defenderse el maíz si se defiende la vida como cultivo en su conjunto, si se defiende la vida de los pueblos del maíz, la visión campesina indígena, los autogobiernos por los que han peleado los pueblos por décadas, si se defiende el larguísimo plazo de una visión integral que revindica las semillas ancestrales propias que se guardan y se intercambian por canales de confianza. Y que esto pasa por trabajar defendiendo el territorio y por ende el agua, el bosque, los sistemas propios de gobierno y los saberes locales, con el empeño consciente por sembrar alimentos propios con justicia, respeto y autonomía.

La Red siempre ha estado conectada con los que desde las regiones se empeñan en reflexionar juntos y toman su vida en sus manos y no con quienes buscan un cambio en un párrafo o una ventaja más o menos favorecedora en las leyes. Eso pone a la Red aparte de otras campañas que favorecen la búsqueda de reformas en las leyes. La Red busca conectar a los colectivos que piensan y defienden la vida campesina desde diversas regiones del país.

Para la Red es claro que los intentos gubernamentales por sembrar maíz transgénico se sitúan en el norte del país porque ahí, desde la Conquista, el sistema impuesto intentó arrasar con todo lo que le estorbaba, se apoderó de cuanta tierra pudo, y diezmó a todos los núcleos de población indígena. Ahora intentan convencer a ejidatarios y agricultores comerciales sin pasado ancestral de siembras propias que los transgénicos son progreso, y así van avanzando en sus enclaves, con permisos renovados, para las grandes compañías.

En estos diez años, en cambio, el sur y el centro se han vuelto un bastión de defensa, no sólo del maíz sino de la autonomía indígena que lo hace posible, y aunque se intenten estas siembras industriales habrá un núcleo de resistencia frontal.

Este libro intenta visibilizar la resistencia contra el maíz transgénico en México; visibilizar el trabajo modesto y fuerte de la Red en Defensa del Maíz durante estos diez años y, sobre todo, celebrar la defensa integral de los pueblos del maíz y la autonomía de los pueblos indígenas que pueden hacer posible una producción de alimentos independiente basada en una agricultura campesina, comunitaria.

Nuestro libro pretende ser una campaña activa y directa para reivindicar los argumentos y la legitimidad acumulados en diez años (podríamos decir en 10 mil años) y no claudicar en esa actitud de construir un largo plazo por abajo. Tejer relaciones con la ciudad, pero sin la vieja distinción entre productores y consumidores, haciendo ver a la gente de las ciudades que quienes están en aprietos a mediano plazo son los pobres en las urbes, que ni tienen tierra ni semillas ni saberes para sembrar y que sufren todas las políticas impuestas por un horrendo sistema agroalimentario industrial internacional, que va por todo, a costa de todo.

 RVH (GRAIN), Colectivo por la Autonomía, GRAIN, Casifop

Notas:

1 Emma Gascó, “Más de 150 mil suicidios en la India desde la liberalización de la economía, Diagonal,18 de abril de 2007.

2 fao, Actividades para generar ingresos rurales. Comparación entre países, junio de 2007

3 Ver Ana de Ita, México: Impactos del Procede en los conflictos agrarios y la concentración de la tierra, Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano, 2003, http://www.landaction.org/gallery/Mon%20PaperMEXICOSpan.pdf

4 Principles for Responsible Agricultural Investment that Respects Rights, Livelihoods and Resources, nota de discusión preparada por FAO, IFAD, UNCTAD and the World Bank Group to contribute to an ongoing global dialogue, 25 de enero de 2010

5 The World Bank, Rising Global Interest in Farmland Can It Yield Sustainable and Equitable Benefits?, 7 de septiembre de 2010

6 unpfa, State of World Population 2007: Unleashing the Potential of Urban Growth. http://www.unfpa.org/swp/

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